Parece bastante sencillo el poder afirmar que son precisamente los momentos más difíciles los que se convierten en el mejor caldo de cultivo para las distopías: etapas en las que el futuro se tiñe de un tono más oscuro y todas las perspectivas sólo parecen ir a peor. Por eso, y pese a que la novela de Margaret Atwood que inspira la serie sobre la que vamos a hablar hoy data de 1985, el presente parece un momento más que idóneo para mostrar la vigencia de esta trama. La distopía nunca funciona tan bien como cuando su cumplimiento parece evidente. Y The Handmaid’s Tale se torna tan probable que estremece…
En primer lugar, la premisa de partida no nos es del todo ajena: en una población tan envejecida como la actual, el descenso de la natalidad es algo que –aunque no en el grado que se muestra en la serie- ya se presenta como preocupante en nuestra sociedad. Un problema que, como bien sabemos, se debe a la suma de una serie de factores como la incorporación de la mujer al mundo laboral, el retraso en la edad a la que se decide tener hijos, o el cambio de mentalidad ligado a los nuevos valores imperantes en la sociedad. Factores que, a priori, no deben ser vistos como un problema, pero que sí encuentran en esta consecuencia una dificultad que ya comenzamos a notar, y que se lleva a un punto más extremo en la serie.
Este tema, pese a presentarse como el más acuciante, no es el único al que se enfrenta la sociedad que dibuja la serie: otras temáticas como la escasez de recursos naturales se unen para sentar la base de una premisa que, pese a ser irreal, se nos presenta como más que probable.
Según nos cuenta The Handmaid’s Tale, de entre las posibles maneras en las que podemos pensar para hacer frente a esta situación, los Estados Unidos de América optan por la vía del fanatismo religioso. Un fanatismo que en la serie se presenta unido al cristianismo (más concretamente, al catolicismo), pero que, como por desgracia sabemos por experiencia, puede concretarse en muchos más credos.
Aquí, sin embargo, la mayor parte de las acciones de la serie se justifican en pasajes de la Biblia, que no sirven para otra cosa que para maquillar una hipocresía tan fuerte que podría hacer sonrojar a todos y cada uno de los que presumen de algún tipo de superioridad moral: no en vano, todos los que en la serie obtienen algún tipo de beneficio derivado de la situación imperante utilizan pasajes bíblicos para justificar sus conductas, pero no les tiembla el pulso a la hora de ir en contra de lo establecido si así les conviene.
Esta doble moral se puede observar sobre todo en el comportamiento de los personajes masculinos, que, como el Comandante Waterford (Joseph Fiennes), intentan dar una imagen irreprochable pero que, en realidad, no tienen dudas a la hora de saltarse la normas que ellos mismos establecen si les parece oportuno. Hombres hipócritas que moldean la sociedad a su gusto para poder controlar así a las mujeres, en una civilización en la que el machismo alcanza su máximo nivel. Un machismo que, no olvidemos, no nos es ajeno, y que encuentra su firma más sangrienta en el número de víctimas mortales que, cada año, engrosan las listas de los sucesos sin que se consiga hacer nada efectivo que lo detenga. Sí, en nuestra realidad.
En el gobierno de Gilead (los antiguos Estados Unidos tal y como nos los presenta la serie), las mujeres se dividen básicamente en cuatro categorías: esposas, Marthas (o criadas de las casas), Criadas (mujeres fértiles cuya única finalidad es reproducirse) y Tías (encargadas de formar y controlar a las anteriores). Como se puede deducir del título, la serie se centra sobre todo en las criadas, que suponen la única esperanza de una humanidad que parece avocada a la extinción, pero que sin embargo, no gozan de ningún valor como individuos en una sociedad que se niega incluso a darles nombre propio. Así, la protagonista de la historia (Elisabeth Moss) es denominada Offred (literalmente, De Fred) mientras sirve en casa de Fred Waterword, consciente de que, en el momento en el que pase a servir a otro comandante, se convertirá en su propiedad.
Pero, si bien es cierto que las criadas son el grupo que reciben un tratamiento más profundo en la serie, no componen la única categoría de interés para el espectador: esta primera temporada también, a través de Serena Joy Waterford (Yvonne Strahovski) ahonda en la dificultad de ser una esposa en esta sociedad, habiendo participado en su creación ideológica, pero siendo relegada a un segundo plano llegado el momento de su puesta en marcha. Como muestra de ello, tenemos el simple hecho de que, de manera oficial, en todas las casas en las que se presenta el problema de la infertilidad se asume automáticamente que es “por culpa” de la mujer, sin plantear nunca que –como se da a entender en cierto momento- la realidad es bien distinta. Pero, por supuesto, la validez del hombre jamás se pone en tela de juicio.
Obviamente, la manera en la que se actúa en la serie para tratar de mitigar la infertilidad es el punto en el que más distancia podemos encontrar con nuestro presente. La “Ceremonia” que tanto horror nos provoca las primeras veces en las que la presenciamos nada tiene que ver con nuestra realidad. Y, sin embargo, en un momento en el que la opinión pública debate continuamente los límites de la gestación subrogada y sus posibles consecuencias, resulta imposible para el espectador no dibujar un claro paralelismo entre ambas.
Por último, de la reducida lista de temáticas elegidas para este post, me gustaría señalar cómo en los últimos episodios de la temporada se alude a la crisis de los refugiados, un aspecto que tampoco carece de vigencia y que probablemente encuentre un mayor desarrollo en la próxima temporada.
Por supuesto, quedaría muchísimo por mencionar de esta serie, y sería injusto no comentar lo cuidado de sus planos, que parecen encontrar la belleza precisamente en los momentos más crudos de los episodios. Pero no son pocos los artículos que se han escrito en estos meses analizando aspectos como la fotografía o las magistrales interpretaciones de sus protagonistas. Así que, evitando repetir lo que ya se ha dicho, sólo me gustaría volver a señalar una idea antes de cerrar: si bien a día de hoy The Handmaid’s Tale nos presenta un futuro distópico, no sería de extrañar que mañana nos despertáramos y nos diéramos cuenta de que, sin saber cómo, lo hemos convertido en nuestro presente. Ojalá seamos capaces de darnos cuenta de ello antes de que ocurra realmente.
Nolite Te Bastardes Carborundorum…