Tocaba ver La La Land (desde el principio y hasta que termine este post me voy a negar a utilizar ese innecesario añadido de “La ciudad de las estrellas”, que señala una vez más que parece imposible que en este país se pueda estrenar una película con un título que no contenga nada en español, no sea que nos dé un ictus), y su cometido no era sencillo: era una película que tenía que impresionar. La crítica, el público y los Globos de Oro la han elogiado hasta el infinito, y se espera que Los Óscar hagan lo propio cuando llegue su momento. No sólo eso: el jovencísimo Damien Chazelle ya nos dejó el listón altísimo hace dos años, cuando eligió la excelente Whiplash como carta de presentación. Y ese amor por la música que ya reflejó allí ha quedado reafirmado en esta nueva cinta.
Aunque huelgue decirlo, me parece importante que recordemos que La La Land es, ante todo, un musical. Lo digo porque soy consciente de que el género es uno de los que más polariza la opinión del público. Si bien hay gente que disfruta con ellos, no son pocas las personas que no comprenden por qué un camarero tiene que cantar una canción para servirte en lugar de dejarte el plato sobre la mesa como sucede en la vida real.
Y supongo que ahí es donde mejor se puede explicar el motivo por el que a mí, personalmente, me fascinan: el cine, por mucho que nos cueste creerlo a veces, no es la vida real. Cualquier película nos va a presentar siempre un constructo irreal que pretende transmitir una idea, una emoción, o un mensaje. Y, sinceramente, no creo que haya una manera más pura de expresar todo eso que mediante la música.
Dicho esto, La La Land nos recuerda desde el primer momento lo que es, con una escena de apertura, en pleno atasco a la entrada de Los Ángeles, que se convierte en un canto a la ciudad (“Another Day of Sun”), con un número coregrafiado a la perfección en un plano secuencia que transmite, a la vez, el cuidado que se ha puesto en la película y el nivel técnico alcanzado. Y esto es sólo el inicio.
Decíamos en el título que la película nos presenta cuatro actos, y lo hace acorde con las cuatro estaciones del año. Un año que, comenzando en un invierno soleado de la costa oeste de Estados Unidos, cambiará para siempre las vidas de sus dos protagonistas: Mia y Sebastian. Sus personajes parten del estereotipo más conocido de este tipo de historias. Ella, una joven aspirante a actriz que sueña con emular a sus ídolos de la gran pantalla; él, un músico bohemio que suspira por salvaguardar un género que adora pero que no le permite pagar las facturas. Y, entre ellos, una de tantas historias de amor, de esas que hemos visto miles de veces en la pantalla.
No me refiero únicamente al amor romántico (que lo hay). Me refiero al amor por la nostalgia que desprende cada fotograma de esta película. La nostalgia por el cine clásico, por el jazz, y, sobre todo, por esa visión idealizada que nos ofrece de Los Ángeles (esa que realmente no existe, pero que podemos ver a través de los ojos del director, como hacía Woody Allen con su ensoñación sobre Nueva York). Nada de lo que se representa en esta película sobrevive ya; pero se mantiene vivo en nosotros.
Probablemente, el mejor ejemplo de esa idealización lo tengamos en la escena del baile bajo las estrellas, con un tímido amanecer sobre la ciudad de fondo, representando el incipiente enamoramiento de la pareja, que culminará, más adelante, bajo otro cielo estrellado, el del planetario. Dos rebeldes sin causa que pronto tendrán que aprender que, pese a lo que desean, no se puede escapar de la realidad.
Todo en la película está tratado con exquisitez, y su dúo protagonista funciona a la perfección. Si bien Emma Stone es la estrella indiscutible de la cinta, un estupendo Ryan Gosling aprovecha para demostrar unas dotes interpretativas y artísticas que muchos de sus papeles anteriores no le habían permitido poner de manifiesto.
Durante más de media cinta, La La Land nos deja soñar. Pero pronto la realidad se cruza en nuestro camino, para ir minando paulatinamente la idealización que nos había empezado a mostrar. Y lo hace como lo hace siempre: de manera silenciosa, muy poco a poco, y casi sin que nos demos cuenta. Se va presentando en forma de pequeñas renuncias al principio, de un dejar a un lado “lo que querría hacer” por “lo que creo que debería”. Y se presenta, sobre todo, en forma de pequeños errores. Esos que cometemos sin querer, pero que tanto pueden dañar a los que amamos. Esos que, al final, terminan reconfigurando nuestras vidas. Pero, especialmente, nos explica cómo crecer también significa renunciar. A veces por nosotros mismos, pero la mayoría de las veces por las personas a las que queremos. Y, a pesar del dolor, lo haríamos una y otra vez.
Esto se transmite, de nuevo mediante la música, en el momento culmen de la emotividad de la película, en el que Mia se expone por completo en su prueba de casting; ese dedicado a los soñadores, pero también al dolor que sufren como consecuencia de ello. Un antes y un después en su vida. Su punto de inflexión, para bien o para mal.
Hablábamos de cuatro actos, pero realmente la película no se entiende sin su epílogo. El mayor mérito de La La Land es que no nos vende un final edulcorado –o falso-, como viene siendo habitual en el género. Nos ofrece lo que es la realidad, mucho más difícil de lo que nos gustaría aceptar. Poco antes de tomar la decisión más dura (y necesaria) de sus vidas, los protagonistas también se hacen la promesa más sincera que podrían llegar a hacerse: “Siempre te voy a querer”. Y saben que es así, aunque la vida les depare futuros separados.
Tras ello emprenden caminos diferentes, porque a veces –aunque nos pretendan vender lo contrario-, no basta con quererse, ni el amor lo vence todo. A veces toca aceptar las consecuencias de tus actos, la irreversibilidad de tus errores y la necesidad de crecer solos por mucho que duela. Y quizá, llegado un momento, el dolor se haga tan débil que casi desaparezca; o quizás aprendas a vivir con él. En cualquier caso, sabes que tu vida nunca será la misma, porque en el momento preciso esa persona te la cambió para siempre.
Pasarán los años, y aprenderás a vivir con ello. Probablemente, lo olvidarás la mayor parte del tiempo. Serás feliz, por qué no. Hasta que un encuentro casual, una mirada furtiva sostenida durante un par de segundos, o una melodía especial te traerán a la mente un mundo de recuerdos y emociones. Como le ocurre a Mia mientras contempla a Sebastian, vuestra historia pasará ante tus ojos, pero no como fue, sino como tantas veces la has imaginado: evitando los errores cometidos, esquivando los momentos de dolor y reconstruyendo lo que pudo haber sido en otras circunstancias.
Pero, al parpadear, serás consciente de que las circunstancias que os llevaron a tomar ciertas decisiones no se podían cambiar, y de que tomasteis la decisión correcta. Y nadie más a tu alrededor lo notará: sólo vosotros dos sabréis lo que significa esa mirada, que lo dice todo y nada a la vez. Esa mirada que podría, nunca se sabe, ser la última que crucéis, y que contiene en si misma el eco de una promesa hecha años antes. “Siempre te voy a querer…”
Después de ver La La Land, espero que nadie vuelva a decirme que los musicales no son realistas.
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